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En memoria de la cabeza del maestro Haydn, que hizo vida propia a su pesar, conoció, cual enano de colores de jardín de la película Amelie, insólitos lugares post mortem, recorrió mundo de aquí para allá y llevó una vida loca tropical que su propietario en vida le negó
En los albores del futuro, cuando la máquina de vapor aún no trasladaba a los ciudadanos desde Rottenburg a Friburgo, cuando las nuevas máquinas aún no surcaban el Mississippi y la electricidad aún no excitaba las mentes calenturientas del biempensante hombre de la calle, pero, eso sí, cuando la Ilustración y sus representantes estaban a punto de iniciar la Revolución Industrial, una nueva manifestación del conocimiento, una nueva Ciencia, así, con mayúscula, nacía en las profundidades de la vieja Europa, en el Imperio Austrohúngaro, donde los mitos de la antigüedad eran admirados y estudiados, donde las vetustas costumbres seguían siendo transmitidas desde hacía siglos, donde las abuelas contaban los cuentos antiguos hablando de la baba yaga para asustar a los niños, donde, en definitiva, las viejas tradiciones tenían cabida con la nueva modernidad que arrasaba los cimientos de la vieja Europa, provocando, que diría un carlista, una era de desarraigo. Esta nueva ciencia, que con tanta fuerza había irrumpido en los círculos de intelectuales, en las logias masónicas, entre los ciudadanos parisinos y sus cafés, entre los científicos racionalistas ingleses, se conocería como craneología o, más exactamente, frenología.
Esta disciplina, que se basaba en las proporciones anatómicas del recipiente pensante que la naturaleza en su gracia y excelsitud nos ha dado de manera franciscana, dejaba conmocionadas a las comunidades intelectuales empiristas y naturalistas, hijos de la Ilustración, de la Razón, de la Revolución Francesa, de los millones de litros de sangre procedentes de las guillotinas gratuitas que hubo que pagar como precio para dar paso a un nuevo orden; esta disciplina, pues, había encontrado una nueva ciencia en la que desarrollarse plenamente.
Uno de estos centros de ilustración científica centroeuropea se encontraba en la profundidad de los dominios de los santísimos y catolicísimos y meapilísimas Habsburgo, en el biempensante Imperio Austríaco. En plena época Biedermaier, en plena época Brontë, de romanticismo Jane Eyre, Mesdames Recamier de perfiles puestos en divanes, con el elegante estilo imperio de Percier y Fontaine que tanto agradaría a Josefina, como una Carla Bruni moderna, existía un reverso tenebroso del cual no había retorno, el imperante futuro llamaba a la puerta, que bien diría todo un Beethoven.
Como decimos, en esas provincias, en los principados húngaros de los Esterházy, trabajaban junto a los Haydn y a los ministriles de turno, dos visionarios de mentes privilegiadas, que cual egregio doctor Avernaticus Ambrosius, de la Universidad Königsberg, hacían progresar a base de sierras, puntapiés y golpes nocturnos de palas, la ciencia de la humanidad. Joseph Carl Rosenbaum, antiguo secretario de la familia Esterházy, y Johann Nepomuk Peter, alcaide de la prisión de la Baja Austria, se habían embarcado en unos estudios científicos tremebundos en pro de la humanidad, con un rigor desconocido para la época (y aún diríamos más, también para la nuestra). La nueva ciencia exigía sacrificios, y cual entes nocturnos, hijos de la noche (what music they make!) y criaturas avernáticas aberradas, debían, como decimos, en pro del progreso, desenterrar cadáveres, acudir a cementerios, cuando no directamente a las cunetas olvidadas de los caminos, para afanarse en poseer los miembros biempensantes superiores, es decir, la noble testa.
Así había de suceder con la testa del viejo Haydn, la cual había conocido durante su vida terrenal a Rosenbaum, interviniendo en su favor ante los Esterházy para que el sr. secretario pudiera casarse con la soprano Therese Gassmann.
Rosenbaum y Peter, en una oscura noche vienesa de un 4 de junio, acudieron al cementerio de la torre del perro, o, dicho mejor en alemán, Hundsturm (aunque nos gusta más la más libre e incorrecta traducción «tormenta de perros»), donde los restos de Herr Haydn reposaban desde su muerte, acaecida el 31 de mayo de 1809, cuando Austria se encontraba ocupada por las tropas de Napoleón. Por ello el acontecimiento no fue especialmente sonado. Y por ello, posiblemente, no había nadie acompañando al sepulturero cuando en esa tenebrosa y calurosa hora nocturna del mes de junio de 1809 nuestros dos amigos, secretario y alcaide, instigaron la profanación de la tumba de Herr Joseph Haydn en busca de su cabeza. Parece ser que el cadáver se hallaba en un estado de descomposición muy avanzado, de modo que el espectáculo debió de ser un tanto desagradable, mezcla de olores, fluidos salpicando y huesos aserrados con virutas saltando al rostro del Áigor de turno, en este caso el sepulturero, un tal Jakob Demuth.
Admiradores de Franz Joseph Gall (1758-1828), uno de los padres de la frenología, pero investigadores por libre (por decirlo de alguna manera), Rosenbaum y Peter seguían a pies juntillas las enseñanzas de esta noble ciencia, hoy en día desacreditada (hasta que algún nuevo gran gurú vuelva a ponerla de moda), según la cual las capacidades mentales se asociaban con aspectos de la anatomía craneal.
Sin embargo, lo primero que hicieron nuestros investigadores, dignos de poseer todo un DEA (Diploma de Estudios Avanzados, para los no versados en la materia) de una universidad hispánica de excelencia, dada su investigación práctica, y aun diríamos más, practiquísima, no fue descubrir los conductos del genio ni averiguar cuán desarrollada estaba la parte de su cráneo dentro de la cual se hallaba la zona de su cerebro en la que se alojaba la capacidad musical, no. Lo primero que hizo Herr Rosenbaum al ver el tétrico espectáculo fue vomitar, mientras a Peter le daban unas arcadas de todo punto comprensibles.
Según Else Radan Landon («Haydn’s skull,» article in David Wyn Jones, ed., Oxford Composer Companions: Haydn», Oxford, Oxford University Press, 2009), nuestros héroes de la ciencia examinaron la cabeza durante una hora, y después la maceraron y blanquearon, tras de lo cual Peter, en un alarde de tecnicismo y conocimiento, declaró para la posteridad que las protuberancias de la música estaban “plenamente desarrolladas” (ignoramos si nuestros investigadores llegaron a alguna conclusión más). En septiembre, Peter colocó su trofeo entre sus posesiones más preciadas en su colección de reliquias, dentro de una urna negra coronada por una lira. Sin embargo, con el tiempo Peter se mostró menos devoto de su colección, traspasándosela a Rosenbaum, quien las pasaría canutas cuando, en 1820 se presentaron en su casa unos agentes que buscaban el cráneo. En efecto, el príncipe Nikolaus Esterházy II deseaba trasladar el cadáver de su siervo, el gran Franz Joseph Haydn, a Kismarton, hoy en día Eisenstadt, y claro, el pastel que se encontró en la tormenta de perros, o torre perruna, como más les guste, fue dantesco. Un cadáver descabezado yacía en un ataúd en el que debía estar Herr Haydn, con su peluca y todo. Pero no. El príncipe no tardó en sospechar de Peter y Rosenbaum, y por ello registraron la casa de ambos. El cráneo se hallaba en un colchón de paja en la casa de Rosenbaum, y encima del colchón se situó su esposa, Frau Therese Rosenbaum, nacida Gassmann, que estaba supuestamente menstruando, lo que provocó que los agentes le dejaran en paz. Así, el príncipe hizo introducir en el ataúd de Herr Haydn un segundo cráneo, sin que conste la identidad de su dueño.
Herr Rosenbaum falleció en 1829, y desde entonces el cráneo fue pasando de mano en mano, hasta acabar en la sede de la Sociedad de Amigos de la Música de Viena, donde podía ser admirado por los visitantes. Y así siguió, descansando en una urna de cristal hasta que por iniciativa del descendiente del príncipe Nikolaus Esterházy II, Paul, en 1954 el cráneo volvió a reencontrarse con sus añorados restos… y con la otra cabeza, acabando así un periplo de casi 150 años. Si buscan «Haydn’s head» en imágenes en cualquier buscador, encontrarán fotos del cráneo y de la ceremonia de «entierro» del cráneo, en la que por cierto, comprobamos con desolación que el cráneo iba sin peluca, algo inaceptable para una figura de tanto renombre y fidelidad peluquil como nuestro compositor austromasón. Sea como fuere, no las publicamos por si las sgaes, pero busquen, busquen.
Por último, no nos creamos que aquí, a este lado de los Pirineos, donde la tradición católica, apostólica y romana parecía inmutable, nos íbamos a librar de la nueva ciencia. Ni hablar. A este lado de los Pirineos también se hablaba aún, con el fin de asustar a los niños, de mitos como el chupacabras o el sacamantecas (también conocido como mantequero), y, como diría el gran Jan Potocki, los vampiros se distinguían de sus hermanos centroeuropeos por su forma de manifestarse (mientras allá son muertos que salen por la noche a chupar la sangre de los vivos, aquí son espectros que poseen los cuerpos terrenales), pero nada, ni la superstición ni la supuesta religión verdadera de la que España era máximo exponente en el mundo mundial, frenaría el avance imparable de la nueva ciencia, siendo así que, entre nosotros, la cabeza de Francisco de Goya y Lucientes, nada menos, sufrió el mismo destino que la del maestro masón Joseph Haydn, con la diferencia de que la anterior ha seguido y tal vez siga haciendo vida propia hasta el día de hoy en que no ha aparecido. Ignoramos qué morada es la que acoge ahora dicha reliquia, tal vez forme parte del ajuar doméstico de algún millonetis americano o chino y sirva como pisapapeles, vaya usted a saber. Tampoco sabemos si las protuberancias de la pintura y el grabado estaban plenamente desarrolladas, como las de la música en el caso de Haydn, a decir de Herr Peter. Ni tampoco si realmente esas protuberancias existen, pero bueno, ejem, pelillos a la mar.