Ponemos aquí las notas al programa del concierto sin público que hemos grabado en la Casa de Cultura de San Lorenzo de El Escorial, que no tienen cabida en YouTube y cuyo enlace dejamos ayer disponible en esta misma web.
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Este año 2020, que pasará a la historia como uno de los más nefastos de nuestra era, se ha cumplido con mucha discreción el 250 aniversario del nacimiento de Beethoven. En concreto, el 17 de diciembre de 1770, el maestro fue bautizado, lo que hace suponer que su nacimiento sucedió unos días antes, pero no lo sabemos con certeza. Por este motivo, la Casa de Cultura de San Lorenzo de El Escorial, junto con la Asociación Wagneriana de la Sierra de Guadarrama (AWSG) presentan este pequeño homenaje a la memoria del gran maestro Ludwig van Beethoven.
Beethoven, quien en su infancia era conocido despectivamente como “el español” por su aspecto desaliñado, por su tez morena y por sus rudos modales, que hacían de él el perfecto salvaje del sur, esos que por ahí andaban tras los Pirineos, tras el fin de la civilización europea allende el confort de los límites de la sana nación francesa, en donde la razón y el orden, la enciclopedia, la Ilustración, el raciocinio de las mentes pensantes, la gloriosa enciclopedia, en definitiva, la luz iluminada que se había impuesto tras los delirios sangrientos de la purgativa y democrática guillotina… el magnífico Sur en su plenitud trascendente se personificaba y manifestaba. ¿Es que acaso no es bien sabido que los grandes hombres de pequeña estatura (rondando el metro y medio), Pushkin, Schubert, Mozart, Napoleón o Beethoven, tienden naturalmente, con todo su apasionamiento romántico, a la luz del Sur, a la idea del Sur?… La idea del sur, los maravillosos mares azul turquesa del Mediterráneo, el maternal Mare Nostrum, las naranjas grandes como melones (de esas que apasionaban a la Zarina Catalina la Grande) de las tierras del sur, las mujeres de exótica e inalcanzable belleza, siempre y siempre del sur, adonde los sueños de los creadores del norte naturalmente tendían.
En este homenaje, a modo de pequeño puzzle frankensteiniano, zómbico incluso, podríamos decir, se han incluido algunas de las piezas más reconocibles por el público general; la sinfonía nº 5, con su famoso inicio que muestra el destino llamando a la puerta; la sinfonía nº 7, con su crepuscular movimiento allegretto; el empalagosísimo a veces Claro de luna; o la muy napoleónica marcha fúnebre de la sinfonía nº 3, Eroica, junto con otras obras menores, incluso en algún caso en estreno mundial, como Merkenstein o In questa tomba oscura en versión para piano a cuatro manos, o el cuarteto Mir ist das wunderbar de Fidelio, entre otras. Intervienen los pianistas Eva Pavón, José Hernández y Ángel Recas.
Encontrándose Beethoven en medio del camino, cual Dante ante la inmensa obra que había de aguardarle en su vida, La Divina Comedia, a los 33 años, la edad de Cristo, ante lo que habría de ser su nuova vita, Beethoven, en uno de los procesos habituales en él a lo largo de su vida, se recluyó súbitamente en una pequeña y pintoresca localidad austríaca del glorioso Imperio Austrohúngaro cercana a Viena, Heiligenstadt (hoy día dentro de la propia Viena), donde la tranquilidad apacible tan amébica y el tedio de esa vida austríaca, tan “amada”, por otro lado, con todo derecho, por todo un Thomas Bernhard, le permitiría alejarse del mundanal ruido y recluirse en la intimidad profunda de la existencia emocional de la profundidad de su alma.
Esta visión quasi démodé, completamente sentimentaloide, muy típica de las cursis maneras literarias de manifestarse del propio Beethoven, casi de hermana Brontë, que con esfuerzo podría servir de guión para una película navideña de Bollywood, era el sustrato emocional en el que el gran maestro Beethoven se podía encontrar en aquella época ñoña de su vida. Tal vez justifique esta ausencia de vis litteraria su inmensa capacidad musical, inversamente proporcional a su capacidad literaria, pues posiblemente la ausencia de éxito en el campo operístico se deba a esta carencia de formación literaria e idea naïf del mundo lírico. Beethoven, conocedor de la falta de formación que poseía, se había apuntado varias veces, como haría Schubert al final de sus días, a multitud de cursos, universidades, escuelas, para paliar esta pequeña desventaja. De hecho, el contrapunto se convertiría casi en una obsesión para Beethoven, y ello se puede rastrear en obras tan impresionantes del último período como los últimos Cuartetos, la Misa Solemne, las últimas sinfonías (especialmente la séptima y la novena), las últimas sonatas para piano, etc. Se podría decir que es casi en este punto de inflexión de su vida, que representa la Quinta, cuando Beethoven eclosiona en su maestría y descubre nuevos campos expresivos y técnicos a contracorriente de lo que se hacía entonces (recordemos que compositores menores hoy olvidados como Paer o Diabelli eran casi más famosos y reconocidos en la Viena de entonces).
La tremenda crisis de aislamiento en soledad que supuso su retiro en la pintoresca ciudad de Heiligenstadt, donde escribiría el famoso documento conocido como Testamento de Heiligenstadt, le haría adoptar actitudes zómbico-drásticas dignas de todo un Zoroastro que se precie, de pretender drásticamente solucionar súbitamente su vida emocional. “Si las cucarachas de los sótanos vieneses se casan y tienen familia, si los tipos sin talento editan en la casa Diabelli sin problemas ni necesidad de pegarse con editores idiotas, y encima están arrejuntados, si incluso mi sosísimo alumno Czerny o mi inaguantable esbirro Schindler tienen mozas con las que alegrar sus días, ¿cómo yo, Beethoven, poseedor único del verdadero genio, sin necesidad de vestirme a lo mamarracho Werther (de azulito y amarillo) como Goethe para atraer a toda costa a señoritas con caderas bávaras y ubres de Holanda, me veo injustamente privado de los placeres de este mundo?…”
Dicho esto, fácilmente podemos recordar la famosa anécdota de cómo tenía la horrorosa costumbre de querer casarse inmediata y compulsivamente con todo bicho viviente que tuviera faldas y dos patas, fuera éste austríaco, bávaro u holandés. Beethoven, el negro, el hispano sucio, como lacerantemente le llamaran en su sufridísima infancia y juventud, no encontraba ni siquiera entre las criadas con quién arrejuntarse.
La felicidad doméstica para Beethoven era una meta primordial en las aspiraciones de realización interior del maestro. A lo Schumann, quería montar una familia feliz, de esas que hacen barbacoas sí o sí los fines de semana en la parte trasera de las casas, de manera obsesiva, seguramente buscando lo que jamás tuvo de niño, pues pertenecía a una familia desestructurada, con un padre alcohólico, unos hermanos pequeños a los que atender, y la ausencia eterna de la idea de la madre.
Sin embargo, el destino tenía otros planes reservados para el maestro. Beethoven, a pesar de la insistencia que hemos comentado de casarse con todo lo que se moviera, rechazado por Giulietta Guicciardi, repudiado por Antonie Brentano, entre muchísimas otras, jamás se casaría ni formaría una familia en el sentido tradicional del término, si exceptuamos la tutela forzosa, casi demencial, por freudiana, perversa y compleja, de su sobrino Carl.
Todo este quebradero de cabeza, que le amargaría durante los últimos años de la vida del maestro, años en los que el compositor produciría algunas de las obras más impresionantes de todo el repertorio (¿cómo no mencionar sus últimos cuartetos, sus últimas sonatas?), todo este caos, decimos, está lejísimos de la idea romántica, casi de romanticismo victoriano-napoleónico facilón, el feminismo napoleónico que asolaría Europa como las hordas incontroladas de fans femeninas de los Beatles en los 60, de sensibilidad orgullosa característica del primer período napoleónico que llegaría hasta 1808 aproximadamente, y que llegaría a su vez hasta el mismísimo tuétano sentimental de todo un Beethoven.
El Beethoven de la Tercera Sinfonía, de la Quinta o la Séptima o de las miniaturas a modo de bagatelas que reflejan a la perfección el mundo íntimo emocional cuasi stendhaliano, sensible, femenino, reservado, camerístico en las emociones y que preludiaría todo el Romanticismo alemán (los ciclos de Schumann como Amor y vida de mujer, el amor por las miniaturas de las Escenas de niños, por ejemplo) serviría a su vez de sustrato de inspiración cuasi literaria del mundo reservado de Tchaikovsky, o incluso del mundo de las emociones ocultas balzacquianas de un Proust. Beethoven, una vez más, fue el primero (e incluso el último, al agotar la forma) en abrir nuevos caminos. Sin duda, serviría de ejemplo a los maravillosos ciclos de lieder y de las sinfonías del joven Schubert y posteriormente de otros autores románticos como Brahms.
Entre las diferentes piezas de este pequeño homenaje, tras el inicio con el impresionante primer movimiento de la Quinta Sinfonía con el que se abrirá este recital, tras un preludio basado en su obra An die Hoffnung (A la esperanza) y que nos sirve de punto estético para relacionarlo con la idea del destino, con la amada lejana e inmortal, que dará sentido a este acto, escucharemos una miniatura emocional, casi chejoviana, del último Beethoven. Se trata del segundo tiempo de la Sonata op. 81a Los Adioses, que lleva el expresivo título de La Ausencia. La ausencia de la amada lejana y ausente.
La Quinta Sinfonía de Beethoven, op. 67, compuesta entre 1804 y 1808, estrenada en Viena el 22 de diciembre de ese año en un macroconcierto en el que también se estrenaría la Pastoral, fragmentos de la Misa en Do M op. 86, o la Fantasía Coral op. 80, entre otras obras.
El estreno supondría un auténtico e incomprensible fracaso, aunque es necesario recalcar que tuvo lugar en condiciones adversas. La orquesta no tocó bien, sólo tuvo un ensayo antes del concierto, y en un punto, debido a un error de uno de los músicos en la Fantasía coral, Beethoven tuvo que detener la ejecución y comenzar de nuevo. El auditorio se mostró muy frío, debido, entre otras razones, a la mastodóntica longitud del programa, que terminó por agotar al público. Beethoven, como siempre, cuando lo daba, lo daba todo. Sin embargo, un año y medio después, otra ejecución generó una crítica entusiasta del escritor E.T.A. Hoffmann en el Allgemeine Musikalische Zeitung. Describió la música con estas imágenes dramáticas:
“Luces radiantes son lanzadas hacia la profunda noche de esta zona, y entonces advertimos en las sombras gigantescas que, oscilando hacia adelante y hacia atrás, se acercan hacia nosotros y destruyen todo lo que hay dentro de nosotros excepto la angustia del eterno anhelo – un anhelo que en cada placer que surge en sonidos jubilosos termina por hundirse y sucumbir. Sólo a través de este dolor, que, mientras va consumiendo mas no destruyendo al amor, a la esperanza y la alegría, intenta hacer estallar nuestros pechos con un lamento total lleno de voces de todas las pasiones, y vive en nosotros y somos cautivados por los guardianes de los espíritus.”
Esta sinfonía, que podríamos denominar “Del Destino”, está estructurada en cuatro movimientos, con el célebre inicio en cuatro notas, presente además a lo largo de toda la obra, y que representa, según Schindler (hay que creerle poco, pues era bastante inexacto y malévolo por los cortes a los que sometió el legado beethoveniano, especialmente los cuadernos de conversación de los últimos años) la idea del destino llamando a la puerta, y aunque hay que creer con precaución esta idea, Beethoven posteriormente parece que la utilizaría como justificación emocional a la idea programática de la obra. La amadísima tonalidad de Do menor, la favorita de Beethoven (como diría todo un admiradísimo maestro Leonard Bernstein, “tonalidad grave, pesada, elegíacamente fúnebre, masculina y profunda, de color marrón terroso cuasi oscuro”, rayano con los violetas oscuros tan amados por todo un alucinado y sinestésico Scriabin, más allá de la luz, más allá del tiempo bruckneriano de un pesadísimo Celibidache más allá de Ganímedes y Raticulín…), esta tonalidad, decimos, no es casual, y se acerca al mundo emocional tempestuoso y pasional de su última sinfonía, la Décima, que quedaría en estado fragmentario, o a la muy célebre, juvenil y manida Sonata op. 13, Patética.
Los dos primeros movimientos, son característicos de los movimientos iniciales de toda sinfonía del Clasicismo. El primero, con forma sonata sin introducción, contundente y vehemente en su escritura, representa la tensión de un diálogo a modo de lucha continua del héroe contra la adversidad, dando paso a la placidez de un segundo movimiento, muy heroico en su escritura, muy napoleónico en su elegancia, que se construye en forma de tema con variaciones, mostrando en su estructura interna una gran nobleza y fortaleza en su desarrollo y discurso, mostrándonos al joven Beethoven ante la inmensa obra que habría de surgir de su pluma en los años venideros, con la fortaleza de todo un héroe sigfrídico, con la fortaleza wagneriana de quien ha cogido al destino por los cuernos y, de paso, por el cuello, como bien haría todo un doctor Avernaticus Abronsius, digno representante de la lucha antivampírica internacional (auxiliado por su imprescindible ayudante Alfred) cazando vampiros según el Manual de supervivencia para cazar vampiros transilvanos marca Akme editado por la Universidad de Königsberg en 1882, que muy fielmente recogería Roman Polanski en su película El baile de los vampiros, en la que aparecería una bellísima Sharon Tate como musa vampírica a la que chupar.
Tras este conmovedor segundo movimiento, de noble factura, cual imagen balzacquiana plasmada en las novelas románticas de un Joseph Conrad, seguirán, como platos igualmente fuertes y especiados, la marcha fúnebre de la Sinfonía nº 3 y el segundo movimiento de la Sinfonía nº 7, Allegretto. La marcha fúnebre, segundo movimiento de la Sinfonía Eroica, escrita entre 1803 y 1804, está escrita en Do menor, tonalidad, como decíamos, amada por Beethoven, y en una forma A-B-A en la cual Beethoven sorprende con una preciosa sección en modo mayor que conduce a una reexposición del tema inicial que el maestro en seguida empieza a variar, yéndose de repente, para disgusto de muchos contemporáneos del autor, a una fuga cuyo motivo es una inversión del segundo tema. Originalmente dedicada a Napoleón, este movimiento bien podría estar dedicado a posteriori al entierro de las esperanzas que Bonaparte había despertado en buena parte de Europa, antes de coronarse emperador y derivar en aquello que había combatido. Beethoven, con furia, tachó la dedicatoria, hasta el punto de que rompió no sólo el lápiz con el que tachó la dedicatoria, sino también el propio papel, el manuscrito, que se conserva así dañado por la propia mano del maestro. Como decíamos, muchos contemporáneos criticaron la sinfonía por ser demasiado larga, complicada de interpretar y por las violentas y súbitas modulaciones que contiene. No sería la primera ni la última vez que Beethoven recibiría críticas acerbas y carentes de conocimiento musical. Sólo su inmensa producción y popularidad han evitado que pase a la historia con sambenitos que han cargado otros autores como Chopin o Musorgsky acerca de sus conocimientos de orquestación, entre otras muchas víctimas de grandes críticos sin escrúpulos que, ávidos de notoriedad, han despedazado o descafeinado, para su eterna condena al olvido (y a uno de los círculos infernales descritos por Dante), grandes creaciones.
Por su parte, el segundo movimiento de la Sinfonía nº 7 nos lleva a una década posterior a la de la Eroica y la Quinta. Compuesta en 1811-1812, en la época más complicada quizá de las guerras napoleónicas, con el ejército francés a punto de hacerle un futuro favor a la literatura, a costa del sacrificio de muchas vidas, incluida la del propio autor de Guerra y paz, que abominaría de su gran creación al final de sus días. La obra, estrenada en diciembre de 1813 en un concierto benéfico para los soldados heridos en la batalla de Hanau, fue un éxito y fue acompañada por otras como La batalla de Vitoria, del propio Beethoven. Este segundo movimiento tuvo tanto éxito que frecuentemente ha sido interpretado como pieza separada. Está estructurado en forma de doble variación y determinado, sobre todo, por un ritmo muy característico. El musicólogo alemán Wolfgang Osthoff establece el carácter solemne de este movimiento en relación con la letanía “Sancta Maria ora pro nobis”, y lo compara con una procesión. Por su parte, el musicólogo suizo Karl Nef consideraba que la parte central del movimiento contiene una referencia, en la orquesta a cargo del clarinete y el fagot, al aria “Euch werde Lohn in besseren Welten” (Seréis recompensados en un mundo mejor), de Fidelio.
Es de justicia mencionar la figura de Hugo Ulrich (1827-1872), compositor nacido en Oppeln (hoy en día Opole, en Polonia), de quien el musicólogo Hermann Mendel diría que era “uno de los compositores contemporáneos más dotados”. Hoy olvidado, quizá injustamente, es autor de más de doscientas transcripciones, que incluyen la integral de las sinfonías de Beethoven para piano a cuatro manos.
Con esta pequeña selección de obras del Maestro Beethoven en este año que se ha cumplido el 250 aniversario, concluimos este acto en torno a Beethoven. Este ejemplo magnífico del Beethoven sinfónico que representan la Tercera, Quinta y Séptima sinfonías, abre la puerta a las otras no menos impresionantes creaciones sinfónicas del autor, que constituirán, junto con la Misa Solemne, los conmovedores últimos cuartetos y las últimas sonatas para piano, el legado sublime y único del viejo Beethoven, a la manera de todo un Thomas Bernhard, lleno de tomate reseco, con el ombligo al aire, junto a las partituras malolientes en un sótano y sin afeitar, del sucio, viejo y bruto tío de Carl. El gran Beethoven.