Aquí dejamos unas notas al programa sobre el concierto que mañana por la mañana tendrá lugar en San Lorenzo de El Escorial, y que dedicaremos a Lohengrin, de Richard Wagner. Una sugerencia: léanse con sentido del humor, por favor.
“Querido Franz, querido amigo, sólo tú puedes ayudarme, sólo tú puedes comprenderme… ¡¡estrena mi Lohengrin, por Dios, estrénalo!! Me entregaré después en Dresden a la policía si es necesario y lo estimas oportuno, o si no viajaré lejos, muy lejos, me fugaré a España, a Andalucía…donde las naranjas son tan espléndidas como sólo tú sabes serlo siempre conmigo” (fragmento de una carta de Wagner a Liszt)
“Después de Lohengrin tuve un insoportable dolor de cabeza, y soñé toda la noche con un ganso” (Mili Alekseievich Balakirev)
Vorspiel
En el principio era Wagner[1], y sólo un dios podía comprenderlo: Ludwig II, Otto Friedrich Wilhelm von Wittelsbach de Baviera, el elegido y bienamado, el rey sol (entiéndase bien, de manera amónico-atónica[2]), der Märchenkönig[3], el primo loco de Sisí, ese ser desquiciado que sin duda nos precedía en generaciones y generaciones de sabiduría cósmica por su espeluznante lucidez, ese ser lo tenía claro: Ich bin Wagner, “¡Soy Wagner!” Y como una especie de Tristán lírico, entendió a la perfección que su irrenunciable misión era estar al servicio del verdadero Maestro, de Wagner, el verdadero y único Dios. Todo un rey de Baviera, la verdadera Alemania, hijo natural de Wotan, heredero teutónico del Walhalla absoluto, entendía a la perfección divinamente que el superhombre, el nuevo hombre, era Wagner, el verdadero dios.
Mientras el delfín de Alemania había encontrado su sentido místico y vital, Wagner huía de dondequiera que fuese acumulando multitud de deudas y causas políticas a porrillo, en compañía de dudosas amistades, Bakunin entre ellos, financiados por un bienhechor que puso franciscanamente una diligencia a su disposición con destino, a través de la quiebra de todo lo que a su camino encontrara, a la inmortalidad: Franz Liszt, el mentor de la wagneridad absoluta, el inventor de la wagneridad, el genuino creador de Wagner.
Lohengrin
Música y drama
Wagner, allá por 1842, leyó durante su época parisina, que transcurrió en la pobreza, la cual compartió con su entonces esposa, Minna Planer, el relato de una antigua leyenda sobre el Caballero del Cisne, publicado en la revista histórica de la gloriosa ciudad de Königsberg, cuna del profesor Avernaticus Ambrosius y ciudad en la que Wagner contrajo matrimonio y acumuló deudas. Desde entonces, Wagner no dejó de pensar en las figuras de Lohengrin y Elsa hasta que finalmente acometió, incluso antes del estreno en Dresde de Tannhäuser el 19 de octubre de 1845, concretamente durante el verano de 1845 en Marienbad, donde se hallaba de vacaciones, la redacción del libreto de su nueva obra, Lohengrin. Terminado el 17 de diciembre de aquel año, Wagner lo leyó ante un grupo de amigos entre los cuales se encontraba Robert Schumann. Aquel grupo se mostró escéptico ante las posibilidades musicales del libreto, entre otras características por la ausencia de arias al uso, recitativos o cavatinas, tan acostumbradas en aquellos años en que la relación entre música y texto no era precisamente equilibrada.
Wagner no se desanimó, sino que era consciente de estar a punto de acometer una reforma que pondría patas arriba el mundo del arte. Una reforma que, en cierto sentido, apostaba por volver a los orígenes, a la unión íntima entre música y texto, al modo de cómo se recitaba la poesía siglos atrás, que era cantada, a la unión total entre música y drama, algo que ya consiguiera Claudio Monteverdi en su primera ópera, Orfeo (1607), y que no tendría continuidad en su producción operística posterior como Il ritorno d’Ulisse in patria (1641) o L’incoronazione di Poppea[4] (1642). En efecto, si Wagner en sus obras anteriores apunta ya hacia esta dirección, con Lohengrin da un paso de gigante, suprimiendo toda estructura que recordara una sucesión de arias interrumpidas por recitativos más o menos largos, cansando al espectador con los insoportables gorgoritos proferidos por el ego de los divos de turno. De hecho, suprime las arias entendidas según la tradición italiana del momento, creando un arioso que trata de realzar el sentido de los versos. Modelo, este último, que también nos recuerda la reforma de Gluck, iniciada en 1762 también con otro Orfeo, reforma radical que trató de eliminar las diferencias entre recitativo y aria gracias a un mayor protagonismo de la orquesta y un rechazo de los virtuosismos circenses, pensando siempre en la comprensión de los versos, de la historia, de la poesía.
Pero Wagner irá más lejos al proponer la conocida Gesamtkunstwerk, pues incluirá también la danza y la plástica, una concepción global del arte que culminará tras Lohengrin con la Tetralogía. Todo tendrá importancia, los decorados, la iluminación, los cantantes, que tendrán que ser también buenos actores, la orquesta, que tendrá una presencia masiva pero al servicio del texto y de la poesía, hasta el público, que debe estar entregado, consagrado a la obra de arte total. Todo cuenta, hasta el más mínimo detalle.
Dentro de esta concepción, Lohengrin no es aún una obra redonda, pero sí se aproxima mucho. Las diferencias entre los distintos números están ya muy difuminadas, y los leitmotive se conforman como elementos estructurales con los que se construye la propia música, dejando de ser meros elementos descriptivos de personajes. Incluso la propia obertura es diferente, al basarse mayoritariamente en el denominado tema del Grial, y con una forma abierta que huye de la forma sonata practicada por otros autores y se decanta por un desarrollo sonoro del tema, con un crescendo (no precisamente rossiniano) que vira hacia el recogimiento y misterio iniciales.
Wagner, como buen hombre de teatro, a pesar de ser alemán del norte, de formación protestante, si bien bastante descreído, tenía una inclinación filocatólica, quizá por el elemento teatral de la liturgia católica. Ello explica su elección sistemática por una mitificada Edad Media en la que encuentra la máxima encarnación de los valores alemanes. Ello es compatible con un sentimiento crecientemente proalemán reforzado por los éxitos económicos y militares de los Estados alemanes, éxitos que paradójicamente conducirán a la imposibilidad de una unificación territorial de todos ellos, proceso en el cual tuvo mucho que ver la guerra austro-prusiana de 1866.
Ese progermanismo wagneriano se aprecia muy claramente en la elección de los distintos lugares en los que se sitúa la acción de los dramas wagnerianos: Noruega, Flandes, Baviera, las Islas Británicas… territorios todos ellos susceptibles de engrosar una gran Germania soñada por entonces por algunos.
Así, podemos considerar como fuentes inspiradoras de los dramas wagnerianos la Edad Media alemana y cristiana, y la gran Germania y su mitología. Junto a estos elementos, la historia de Lohengrin se explica un poco en el poema de Wolfram von Eschenbach Parzival, y más detalladamente en el poema épico anónimo de finales del s. XIII llamado Lohengrin y en la épica francesa Le Chevalier au cygne. Wagner introdujo además elementos extraídos de las leyendas alemanas recopiladas por los hermanos Grimm, entre ellos la transformación de un muchacho en cisne.
Todo este cóctel nos sitúa por lo tanto en un espacio real, Amberes, no mítico como en Anillo o legendario como en el Holandés errante. Pero se trata, como explica Eugenio Trías, del lugar de la Mediedad, un espacio fronterizo como el que en las tradiciones orientales, persas o hispanas (pensemos en Ibn Arabi) podría llamarse mundo imaginante. Es ahí donde pueden tener lugar eventos que pueden proyectarse sobre nuestras vidas, eventos que constituyen una perpetua aspiración y anhelo que alcanza en el Grial su símbolo más claro. Una aspiración y anhelo que a veces no deben ser colmados, como la curiosidad de Elsa, una aspiración y anhelo que nos hacen soñar con vislumbrar Monsalvat, lugar al que todos quisiéramos ir, pero al que sólo deben entrar los iniciados. Una aspiración y anhelo que nos hacen, como diría Thomas Mann, como dijo Nietzsche, “nadar” en la música de Wagner, en esa melodía infinita que obnubila la razón, que nos sumerge en un letargo de ensoñación del que ni las propias y profundas amebas escapan.
Como comentábamos más arriba, el libreto causó escepticismo en el círculo más cercano a Wagner, lo que hizo que éste reflexionara sobre la obra y no abordara la composición de la música hasta mediados de 1846, composición que comenzó por el tercer acto, dejando el segundo, el que más dificultad entrañaba, para el final, junto con la obertura. Si en agosto de 1847 estaban terminados los bocetos de la obra, el 28 de abril de 1848 Wagner ultimó los detalles de la orquestación, quedando la obra lista para su estreno.
Sin embargo, los avatares políticos, la llamada Primavera de los pueblos (Märzrevolution en Alemania), vino a interponerse en el camino de Lohengrin, y de Wagner, hacia su estreno. En efecto, Wagner, muy aficionado a las algaradas callejeras y a las barricadas, participó con entusiasmo (ante el estupor de su esposa, Minna) en las protestas contra el Antiguo Régimen, lo que provocó la redacción de una orden detención contra él que le hizo poner tierra de por medio y encaminar sus pasos, gracias una vez más a la ayuda que le brindara Franz Liszt, a Suiza, donde había de escribirse un glorioso capítulo de la Historia de la música a costa de Herr Otto Wesendonck y sus prominentes cuernos, y de su nuevamente vejada esposa Minna. Pero esa es otra historia.
A causa de los avatares políticos, Wagner hubo de renunciar al estreno en Dresde de su sexta ópera, asumiendo Franz Liszt la responsabilidad para con el mundo de sacar adelante el estreno de la obra, lo que tendría lugar en Weimar el 28 de agosto de 1850, fecha en honor de Goethe, que había nacido un 28 de agosto de 1749 en Weimar, en condiciones precarias (tan sólo 38 músicos) que no borraron el entusiasmo del genio húngaro, quien exclamaría: “Desde el inicio hasta el final, todo en Lohengrin es sublime; en más de una ocasión las lágrimas me han salido del corazón”.
El estreno no supuso un fracaso absoluto, sino más bien lo contrario, y poco a poco fue representándose en numerosos teatros de Alemania, no siendo sin embargo hasta 1861 cuando Wagner pudo por fin presenciar una representación de Lohengrin. Para entonces Wagner era un compositor que despertaba pasiones entre masas de seguidores zombis[5] y detractores fóbicos[6], pero en todo caso consagrado y protagonista de la vida musical de su tiempo, desbordando sus fronteras temporales.
Entre los devotos de Wagner, hemos de citar, cómo no, a Ludwig II, su seguidor zombi nº 5, quien decidió construir su castillo de cuento de hadas tras presenciar Lohengrin. Gracias a ese bombillazo podemos disfrutar hoy de Neuschwanstein, Nueva piedra del cisne, aunque en origen se conociera como Nuevo Hohenschwangau (Gran Condado del Cisne, el castillo donde el joven Ludwig pasó gran parte de su infancia), pero, ejem… pelillos a la mar. Ludwig II fue un exquisito devoto tan fanático que llegaba a veces a exasperar al propio Wagner. Recordemos cómo llegó a ordenar a su orquesta privada en los salones de palacio que interpretara hasta diecisiete veces seguidas el preludio de Lohengrin, ante el hastío y la irritación de Wagner, quien no pudo aguantarlo más y se retiró a sus aposentos mientras el Rey del cuento de hadas seguía extasiado nadando en las aguas azul plata sobre las que navegaba el caballero del cisne.
En fin, Lohengrin fue una piedra angular en ese camino plagado de dificultades, deudas, problemas conyugales, príncipes, panegiristas y enemigos que fue la vida de Wagner.
Y así nos hallamos hoy aquí, recuperando una forma de hacer las cosas que nos acerca a las formas originales en que Wagner trabajaba sus obras, con un piano y una serie de acólitos enviados en parte, cómo no, por Franz Liszt. La primera vez que sonaron las notas de las obras de Wagner, también de Lohengrin, fue así, al piano, antes de su estreno en teatro, en la intimidad de una sala oscura sin público, con Wagner narrando el argumento y los distintos pasajes mientras un Tausig o un Klindworth de turno tocaban la partitura al piano. Seamos, pues, Urtext, alcancemos el Nirvana, toquemos Wagner al piano, seamos como Ludwig II, ese rey loco, el verdadero iluminado del Ganímedes wagneriano[7].
[1] In principio erat Wagner (Zuerst war Wagner).
[2] Entiéndase amónica como de Amón y atónica del dios Atón.
[3] El rey del cuento de hadas.
[4] Entiéndase bien, por lo menos en la producción que nos ha llegado completa, como esas dos óperas citadas.
[5] Entre ellos, podemos citar al seguidor zombi nº 1, Hans von Bülow (1830-1894), ferviente entusiasta y fanático wagneriano que más tarde abrazaría las profundas y serenas aguas de la brahmsianidad, convirtiéndose también en ese terreno en el seguidor zombi nº 1. Un zombi doble, por tanto.
[6] ¿Cómo no recordar al anterior seguidor zombi nº 2, Friedrich Nietzsche, posteriormente renegado?
[7] Entiéndase bien, del Ganímedes wagneriano sideral.
Es muy interesante la historia de Ludwig II y su gran admiración ( casi obsesión) por la obra de Richard Wagner, especialmente Lohengrin. Y el tono irónico de la nota no la hace menos interesante, sino todo lo contrario. Muchisimas gracias. Seguid así!